Uno de los personajes más apasionantes de la Biblia es, sin duda, Saulo de Tarso, mejor conocido como el apóstol Pablo. Y esto no se debe nada más al hecho que, de los veintisiete libros del Nuevo Testamento, se le atribuyan catorce a él, sino que, aparte de ser un cristiano de probado celo y fe, era también un hombre inteligente y erudito; atributos que lo han hecho materia de estudio en más de un circulo intelectual.
Pero, no es de Pablo del que me voy a ocupar ahora, sino de su lugar de origen: Tarso; y las caracteristicas de ésta ciudad que proveyeron al hombre con el conocimiento y la educación de sus años formativos, que le permitirían, a la vez, llegar con su doctrina a un vasto auditorio de gente de diferentes estratos sociales, que iban desde el hombre común hasta funcionarios del gobierno. Vaya, el origen citadino y culto de Pablo se notaba incluso en el tipo de metáforas que usaba para ilustrar sus ideas, que contrastaban con el carácter rural de las ilustraciones de Jesús.
Hace dos mil años, Tarso era la ciudad más importante de la provincia de Cilicia, en la parte oriental del Asia Menor --en la geografía moderna Tarso queda localizada en el sur de lo que ahora es Turquía--, habiendo sido declarada libera civitas (ciudad libre) por el general romano Marco Antonio, en el año 42 a.C.. Este era el lugar donde, en los tiempos de Pablo, convergían el oriente y el occidente, por ser un crucero del comercio, mismo que fluía activamente de ambas formas: por mar y tierra. Al norte de la ciudad resaltaban en lo alto los montes Tauro, que eran la base de la industria maderera, uno de los principales baluartes del comercio en la región.
Por ser Tarso la ciudad marítima e internacionalista que era, uno no puede evitar pensar en la imagen del hombrecillo extraño que pone un papel --con un mensaje críptico-- en las manos de un visitante, para luego desaparecer en un callejón oscuro.
Los filósofos más prominentes de Tarso se adherían al Estoicismo, sistema filosófico --que promovía la paz personal por medios no materiales-- que, aunque pagano, provería al mundo antiguo de algunos de los pensadores más nobles. Un ejemplo de esto último lo tenemos en el filósofo Atenodoro, quien dió el siguiente consejo a César Augusto: “Cuando te enojes, César, no digas nada hasta que hayas repetido las letras del alfabeto”.
Fue éste, pues, el mundo donde nació, y vivió sus años formativos, uno de los hombres más inteligentes de la historia; que fue, también, un probado varón de Dios, y a quien se le confió gran parte de la doctrina fundamental de la cristiandad. Y quiero añadir, para cerrar la nota, que a los que han sabido implementar ésta doctrina en sus vidas, les ha redituado abundantemente en paz, sabiduría y... vida eterna.
Para este texto utilicé información contenida en el Bible Almanac, de Packer, Tanney y White (1980).
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